lunes, 8 de diciembre de 2008

Sobre la República III

República como sistema político mixto.
En Aristóteles ya se encuentra la noción de gobierno mixto, cuando en su “Política” habla de la politeia como el sistema político que agrupa instituciones de la oligarquía como de la democracia. Pero el autor que va a definir las características del gobierno mixto con mayor precisión va a ser Polibio. Yo defino al gobierno mixto como el sistema político de distribución de los poderes soberanos (auctoritas, potestas et imperium), donde estas se reparten entre instituciones cuya sustancia representa alguno de los sistemas políticos puros. Entendemos entonces que el gobierno mixto es el que está constituido por al menos tres instituciones centrales: una que concentre las ventajas de la monarquía, otra que concentre las ventajas de la aristocracia, y una final que permita disfrutar de las ventajas de la democracia. En suma la república no es ninguna de las tres anteriores, sino una mezcla y distribución de los poderes soberanos entre instituciones cuya sustancia contenga el principio de los mencionados sistemas. Dependerá de la república y de sus leyes el que esta mezcla se de de una o de otras muchas maneras, pudiendo entonces decir que hay repúblicas cuya estructura es más fuerte que en otras. Las repúblicas más fuertes tenderán a equilibrar mejor las fuerzas entre los tres sistemas, haciendo que las ventajas de unos fortalezcan las debilidades de los otros. Para evitar confusiones, entiendo por la fuerza de una república, la estabilidad de sus leyes e instituciones y que estén hechas “de tal manera que puedan perdurar en el tiempo” en palabras de Maquiavelo. Una república con una mezcla desequilibrada tenderá a reproducir la incompetencia y la corrupción. La naturaleza de las posibles mixturas no las puedo discutir aquí, en parte por ser un trabajo amplísimo, en parte porque todavía no tengo las herramientas para hacerlo.

La república entendida como sistema de gobierno mixto no es menos importante que el principio del imperio de la ley. Si bien la ley es el principio creador y organizador, por ende de su naturaleza mixta, es esta naturaleza la que va a permitir el sostenimiento de la ley. Ya mencionamos anteriormente que una monarquía difícilmente puede considerarse una república sin entrar en una evidente contradicción. En el primer sistema el monarca en tanto hombre, es la fuente de la autoridad, ergo la autoridad está sujeta a la arbitrariedad de un hombre. Sencillamente no hay libertad porque no hay imperio de la ley sino el imperio de un sólo hombre. No hay que explicar mucho este punto para entender que es prácticamente evidente.

Sin embargo entre la aristocracia y la democracia se nos dificulta un poco más la tarea de diferenciarlas con la república. Si hablamos de la aristocracia como el gobierno de una minoría virtuosa, y entendemos esta virtud como la capacidad de esta elite para gobernar a favor del bien común, podemos entonces anunciar que en una aristocracia puede existir el principio republicano del imperio de la ley. Sin embargo la aristocracia parte de una diferencia fundamental entre virtuosos y no virtuosos. Claro, la virtud es una condición de la personalidad de algunos hombres, y por ende, si la ley se convierte en la voluntad de algunos hombres que cumplen con unas características personales concretas, entonces todos los que no la cumplan quedan excluidos del poder soberano. Aunque se pueda decir que la aristocracia gobierna en favor del bien común, de incluso aquellos que no son virtuosos, el principio republicano de la igualdad trasciende esta característica theleológica (incluso utilitarista), y exige que la libertad sea determinada por la igualdad, no por el bienestar ni la felicidad. Aunque las leyes de los aristócratas sean buenas leyes, no dejan de ser leyes que privilegien la condición de esa aristocracia como clase política por encima de la condición excluida del poder soberano de los no virtuosos. El principio republicano de la igualdad y la libertad impuesta por el imperio de la ley, no permite concebir como legítimo a un gobierno estrictamente aristocrático. Sencillamente no es un gobierno de ciudadanos libres e iguales, por más que pueda ser el gobierno de ciudadanos felices y cómodos. Además, la aristocracia no tiene los elementos institucionales necesarios para evitar su corrupción hacia la oligarquía, más que la fortuna de que las generaciones subsiguientes de la aristocracia continúen en el camino de la virtud; cosa altamente improbable. En definitiva, no podemos decir que una aristocracia estricta sea un gobierno republicano, por el solo hecho de que la ley es la voluntad de una elite con cualidades concretas con exclusión de todos los demás ciudadanos, y no una ley de todos donde la libertad se consagre a través de la igualdad. Es el gobierno de los sabios, no de las leyes.

Hoy en día se interpreta a la república en íntima conexión con la democracia. Sin embargo podemos trazar algunas diferencias que no son para nada irrelevantes. Primero que nada, l origen etimológico de la palabra democracia ya revela bastante sobre la naturaleza y sustancia de este sistema político. Por demos entenderemos pueblo, independientemente de la manera como este se agrupe y divida, y kratos que se puede traducir por poder. Es decir, el poder en manos del pueblo, es decir, de la sumatoria de todos los ciudadanos reunidos en asamblea. Podría decirse que este principio no entra en contradicción con el imperio de la ley republicana. Incluso podría decirse que lo reforzaría dependiendo del caso. Claro, si el poder está dividido entre todos los ciudadanos por igual, el principio de libertad ya está presente. Claro, que no necesariamente estamos hablando de un poder sometido a las leyes. Y es precisamente lo que Tocqueville siempre sospechó de la democracia. En un sistema donde todos tienen igual poder de decisión en la asamblea, la única fórmula que permita tomar una decisión lo menos ilegítima posible será el dictamen de la mayoría. El peligro surge de la experiencia que se ha tenido de la democracia, especialmente en la antigüedad, donde se termina convirtiendo, de una forma o de otra en la dictadura de la mayoría, y es el problema que Sócrates tuvo y representó para la democracia en Atenas. El filósofo cuestionó las decisiones del demos cuando estas entraban en contradicción con las propias leyes que se habían dado. De esto deriva uno de los principios sustanciales de la naturaleza de la democracia, y es la ley del dictamen de la mayoría. Llevado a su máxima expresión, la dictadura de la mayoría entra en completa contradicción con el principio republicano del imperio de la ley, porque si la dominación de uno o algunos hombres sobre otros es injusta e ilegítima para el republicanismo, también lo es la dominación de las masas sobre las minorías que ni la ley tendrían en su defensa. Es cierto que la igualdad de la democracia puede ser compatible con los principios del republicanismo, pero no es una relación necesaria.

El principio del gobierno mixto de la república es el que permite que las contradicciones de cada uno de estos sistemas no se presente con tanta gravedad, en favor de la durabilidad y estabilidad de las instituciones. En una monarquía las leyes dependerán del capricho del monarca; como en la aristocracia dependerán de la suerte que los descendientes de la aristocracia no se corrompa; y en la democracia los arrebatos pasionales de las masas fácilmente atentan contra la tradición y las instituciones. Por otro lado la monarquía se distingue por la rapidez y firmeza de la ejecución de las políticas públicas, especialmente en momentos de crisis; la aristocracia se distingue por su prudencia en la preservación de las instituciones y tradiciones; mientras que la democracia permite un margen de legitimidad que no se tendría de otra manera, pudiendo así atender a las necesidades de las masas que no son menos importantes. La república es, en ideas de Polibio, el sistema que logra, al mezclar en un equilibrio justo y sabio las tres formas de gobierno, prevenir el ciclo de corrupción de los sistemas y perdurar en el tiempo como el más estable, y por ende, el más deseable.

El principio de división de poderes como es planteado por Montesquieu en “el Espíritu de las Leyes” representa precisamente esto. Es la división de las competencias fundamentales que otorga la soberanía entre tres cuerpos institucionales del Estado nación. El sistema de Montesquieu es precisamente una división de potestas entre el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial. Cada uno de estos órganos con su competencia establecida en la Constitución del Estado (ya sea escrita, ya sea por tradición). Sin embargo este sistema otorga imperium exclusivamente al poder ejecutivo, mientras reserva auctoritas a las ramas legislativa y judicial, pero especialmente a este segundo, que se convierte en el árbitro ultimo de la Constitución, y por ende el órgano de donde emana la mayor autoridad de la nación.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Diálogo entre Susan y Thaelman o sobre la fidelidad

Susan y Thaelman caminaban por la Universidad Central luego de haber comprado unos libros en el Pasillo de Ingeniería, y mientras se dirigían a la estación de metro, se detuvieron en Tierra e’ Nadie justo en frente de la escultura Maternidad en medio de un día soleado, cuando comenzaron a tener la siguiente conversación.

-Susan: si hacemos una evaluación estadística de con qué frecuencia existe la infidelidad en las parejas, encontraremos que todas las personas, al menos una vez, han estado en contacto con la infidelidad, ya bien sea porque la llevaron a cabo o fueron víctimas de ella.

-Thaelman: Pero Susan ¿Cómo vas a justificar el que sea imposible la relación en pareja? Porque de lo que dices se deduce necesariamente que la fidelidad no existe, pilar fundamental de cualquier relación de pareja. ¿No es así?

-Susan: Estás sacando conclusiones que yo no he dicho; sin embargo no te voy a llevar la contraria. Si estadísticamente la infidelidad es la norma en el amor, entonces podemos decir con razón que las relaciones de pareja, o son una quimera, o se basan la mayoría de las veces en una mentira.

-Thaelman: Me gustaría que me justificaras mejor tu posición. No creo que sea del todo comprobable, mucho menos en esta conversación entre nosotros. Pero al menos concédeme un privilegio.

-Susan: ¿Cuál será?

-Thaelman: Trata de justificarme lo que me dices en base a alguna visión antropológica. Trata de darle algo de consistencia a tu argumentación. Establecer un juicio como ese y fundamentarlo en la estadística me parece un poco pobre, y no dudo de tu capacidad de presentarme un argumento más respetable. ¿O me equivoco?

-Susan: No creo que te equivoques. Sí te puedo dar una explicación que te satisfaga. Es sólo cuestión de que me dejes hablar sin interrumpirme como tanto acostumbras. Si no tengo esta seguridad de ante mano, entonces mi esfuerzos serán inútiles, y de verdad no quiero gastar energías en una conversación sin sentido.

-Thaelman: Okay, estamos de acuerdo. Te dejaré hablar, pero con una condición. Al menos déjame hacerte preguntas en el curso de tu discurso.

-Susan: Perfecto.

-Thaelman: Dime pues, por qué afirmas que la infidelidad es la regla en el amor y no lo contrario. ¿Qué naturaleza…? Naturaleza no es la palabra... ¿Qué condición hay en el ser humano que determine este comportamiento?

-Susan: Pues sin duda alguna su deseo de reproducirse.

-Thaelman: ¿Pero qué? ¿Es que acaso los seres humanos estamos condenados a vivir como animales sin poder controlar nuestros deseos e inclinaciones?

-Susan: No llegaría hasta tal punto, pero si considero que lo único verdaderamente real en la psicología humana son sus inclinaciones naturales o instintos. Las ideas producto de la reflexión y del pensamiento son todas, al final, de carácter subjetivo. No puedes juzgar a una persona por lo que piense con respecto a los instintos humanos, porque semejantes juicios son de naturaleza estrictamente personal. Por otro lado sí puedes afirmar que todos los seres humanos son sometidos a las mismas inclinaciones emocionales, porque forman parte de un proceso neuroquímico común a toda nuestra especie.

-Thaelman: ¿Pero y dónde dejas a la razón? ¿Todo en el alma del ser humano son instintos?

-Susan: Para nada he querido decir eso. Lo que quiero decir es que el producto de la razón es de carácter particular, especialmente cuando se refiere a la moral. En este caso la moralidad de una persona está determinada por sus valores particulares, no por ideas universales.

-Thaelman: No me has explicado todavía cómo esto sirve para comprender tu primera afirmación con respecto al amor.

-Susan: Claro, ya iba a eso. Lo que sucede en todo ser humano sin excepción, es que experimenta una serie de inclinaciones naturales comunes. Entre ellas está el de la reproducción. Este instinto es muy fuerte en todo individuo, y aunque la razón gobierne las acciones del cuerpo, como tú dices, es muy frecuente que el individuo sucumba ante sus deseos instintivos. Forman parte de él, los sientes con igual intensidad que los demás. Tarde o temprano en la vida de cada individuo, cede ante dichas emociones. Es como en el reino animal. Tú ves que un solo león se aparea con muchas hembras. De la misma manera ves cómo los monos hacen lo mismo, e igual muchas otras especies de animales. De igual manera el hombre está determinado por su propia naturaleza a buscar varias hembras con quien reproducirse. Es un deseo de sembrar su semilla en la mayor cantidad de lugares posibles.

-Thaelman: ¡Pero por Dios! Me estás diciendo de acuerdo a eso que la vida humana no se diferencia de la vida de una bestia o un animal. Estás ignorando por completo que los seres humanos trascendemos intelectualmente a todos los demás animales de la Tierra y caes en un equívoco tremendo con tu ejemplo. Además en base a lo que tú misma me estás diciendo, entonces todos los individuos sin excepción cometen con frecuencia actos de infidelidad con su pareja. Con sólo ver la realidad del mundo descubrimos que hay muchas excepciones a esa regla que me estás planteando, además de que sin duda nuestra forma de vida se diferencia evidentemente de la vida animal.

-Susan: Claro, yo se lo que me tratas de decir. Sólo que no me dejas terminar de explicártelo. Olvídate entonces del descabellado ejemplo de los animales. Trataré de irme por otro camino. Casos en que los individuos son fieles con sus parejas abundan en el mundo, y en eso estamos de acuerdo. Lo que yo quise decir es que si lo ves desde un punto de vista estadístico, es decir, desde las probabilidades, la gran mayoría de las personas en el mundo han sido alguna vez víctimas o victimarios de la infidelidad. ¡Al menos una vez!

-Thaelman: Bueno, por eso te digo que tu estadística nos lleva a la conclusión de que la fidelidad como principio fundamental de las relaciones de pareja es una ilusión o una hipocresía. Y si las relaciones de pareja dependen fundamentalmente de la fidelidad, entonces esas relaciones no tienen ningún fundamento concreto real.

-Susan: Okay lo acepto. Puedes decir que esa es una conclusión de lo que yo trato de explicar.

-Thaelman: Sin embargo puedo ir más allá. Tú hablaste de unos instintos humanos que son comunes a todos los individuos. Y de lo que entiendo de toda tu explicación es que el instinto de reproducción del que son objeto todos los individuos nos llevan a desear la infidelidad. ¿Es eso correcto?

-Susan: Sí es correcto. Incluso te puedo recordar que para Freud la sexualidad juega un papel central en todas las relaciones entre hombre y mujer. Incluso aún cuando no sean de pareja.

-Thaelman: Que bueno que me mencionas a Freud, porque así podremos elevar un poco más el nivel de nuestra conversación que hasta ahora se ha mantenido demasiado en el plano de la opinión. Muy bien has reconocido que los deseos sexuales juegan un papel tan importante en las relaciones entre hombre y mujer que estas van a tender a alcanzar cierto grado de intimidad, y a veces llevarnos a la infidelidad.

-Susan: Claro que sí, eso es lo que he estado tratando de explicarte.

-Thaelman: Muy bien, pero creo que hay algo que has estado olvidando.

-Susan: A ver, dime que se me ha podido olvidar.

-Thaelman: Has mencionado muy acertadamente que todos los seres humanos somos objeto de deseos instintivos comunes. Incluso Freud tiene una palabra para denominar eso de lo que hablas. En su tripartición de la mente humana los instintos naturales, que en principio son totalmente egoístas, es lo que él llama el ello. Pero no se te olvide que la síntesis del ello para alcanzar el yo se logra a través de la formación del super yo. Podemos decir brevemente, sin ánimos de meternos en una discusión sobre el psicoanálisis, tema del cual no somos ni tú ni yo expertos, que el super yo es la conciencia de los valores y convenciones del individuo, la idea de su deber ser. En una palabra, la razón. Ahora te quiero recordar esto porque parece que estás olvidando la importancia de la razón en la constitución de la psicología del individuo. Además de ser objeto de instintos, el ser humano también es objeto de su propia concepción del deber y la virtud.

-Susan: No lo he olvidado.

-Thaelman: Pues parece. O al menos hacías una omisión conciente.

-Susan: No ya va. Déjame explicarte mejor. Todos somos objeto de los mismos instintos, pero no todos somos objeto de los mismos valores. Esta verdad es la que me lleva a mí a afirmar que la determinación de la conducta humana producto de los instintos es más natural y universal que la determinada por sus valores que son en definitiva, subjetivos.

-Thaelman: Bueno, para dar cuenta con todo esto que me dices debo remontarme varios siglos a un autor que hasta ahora no hemos mencionado, y que sirve perfectamente como antecedente a Freud, en mi opinión.

-Susan: ¿De quién me hablas?

-Thaelman: De Platón, por supuesto. Deberías leerte la República. Es un libro… Discúlpame, decir que es un libro es una equivocación… Es una obra excepcional. Y te traigo a colación a Platón porque en el libro cuarto de su República el va a desarrollar una tripartición del alma humana algo similar a la de Freud, mutatis mutandis. Para Platón el alma humana se divide en: primero los deseos, que son los impulsos volitivos determinados por las necesidades biológicas. Estamos hablando del hambre, del sueño, de la sed, de la reproducción, etc. Los deseos son los impulsos que tienen como objeto la preservación de la vida biológica. De segundo están las pasiones, que en gran medida le dan un propósito a la vida más allá de satisfacer nuestras necesidades. Son reacciones emocionales y estados de ánimo irracionales determinados por los estímulos del ambiente. Podemos nombrar al amor, al odio, a la curiosidad, al miedo, a la ambición, entre otros. Sin pasiones la vida no podría ser interesante. Y en tercer lugar está la razón, que tiene como último propósito gobernar a las otras dos. ¿Por qué? Debido a que sólo la razón puede reflexionar y calcular en frío tanto los principios, como los medios y las consecuencias de cualquier acto. Teniendo la razón el monopolio de esta capacidad, sólo a través de ella podemos razonar, inferir, deducir, prevenir, predecir, cuestionar, etc. ¿Me estoy haciendo entender?

-Susan: Por supuesto, sigue adelante.

-Thaelman: Muy bien. Entonces la razón es la única de las tres partes del alma que tiene la capacidad de evaluar toda situación. Y esa capacidad es la que permite tanto entender nuestras pasiones y deseos, como predecir las consecuencias de que ambas se dejen llevar por las inclinaciones. ¿Es que los deseos y las pasiones se pueden entender a sí mismas?

-Susan: De ninguna manera.

-Thaelman: Necesitan entonces de la razón para poder entenderse a sí mismas. O mejor dicho, sólo a través de la razón, los deseos y las pasiones pueden ser entendidos por el individuo.

-Susan: Estamos de acuerdo.

-Thaelman: Entonces bien, si sólo la razón tiene la capacidad de comprender las pasiones y los deseos, y evaluar los principios y consecuencias de sus actos, sólo ella tiene la capacidad de gobernar, porque sólo se gobierna si se discierne. ¿O es que podemos dejar que los deseos y las pasiones gobiernen libremente?

-Susan: De ninguna manera. De ser así los seres humanos nos comportaríamos como animales.

-Thaelman: Justo como el ejemplo que me diste antes.

-Susan: Por favor olvidemos el ejemplo.

-Thaelman: Estoy de acuerdo. Prosigamos entonces. Hemos concluido que si las pasiones y los deseos sean las únicas fuerzas que gobiernen el alma humana, entonces la vida en sociedad sería imposible, porque es plausible decir que la sociedad es el producto de un ejercicio de la razón sobre nuestro ambiente.

-Susan: Es plausible, sí. Pero no recuerdes que las pasiones y los deseos también juegan un papel en la sociedad.

-Thaelman: No lo he olvidado. Sin embargo los orígenes de la sociedad no es el tema que estamos tratando aquí. Sólo quería establecer que la razón de alguna manera gobierna el alma humana de tal manera que le permita vivir en tanto humana y no en tanto estrictamente animal. Esto es fácil deducirlo del hecho de cómo los animales, ausentes de toda razón, viven; y como los seres humanos que sí la tenemos, hemos logrado crear un esquema de convivencia mucho más desarrollado.

-Susan: Lo que dices tiene sentido. Me convence.

-Thaelman: Volvamos entonces a la división dada por Platón. El afirma que la justicia en el comportamiento humano va a depender de una justa distribución entre razón, pasiones y deseos. Ya que no podemos dispensar de ninguna de ellas sin cambiar radicalmente lo que el humano es. Si no complacemos nuestros deseos, pues morimos, así de sencillo. Sin pasiones la vida no tendría propósitos ni metas. Y sin razón viviríamos como animales.

-Susan: Hasta ahora todo lo que dices suena coherente con tu discurso.

-Thaelman: No me interrumpas por favor. Lo que quiero decir es que la razón gobierna a las otras dos partes del alma humana en la medida en que le da justa libertad a cada una, de tal manera que ambas puedan desenvolverse de acuerdo con los estímulos del ambiente y las pautas preestablecidas por la razón, sin excederse en su desempeño. De tal manera que la vida no podría ser posible sin alimento, pero el ingerir alimentos en exceso es gula. De igual manera el reproducirse es fundamental para la felicidad humana, pero llevar este instinto al extremo sería lujuria. Lo mismo podemos decir del miedo, que si bien nos protege del peligro, abusar de él es de cobardes, como el abusar de la valentía, que nos procura la seguridad, sería temeridad.

-Susan: ¿Y qué podremos decir del amor de pareja que era nuestro tema inicial?

-Thaelman: El amor de pareja es necesario para la felicidad, ya que nos procura orden en nuestras prácticas reproductivas, pero abusar de él sería embelezar al individuo y hacerlo ocioso.

-Susan: Sin duda alguna. Esos especimenes abundan mucho en la universidad, tanto como en la adolescencia.

-Thaelman: Creo que no podemos estar más de acuerdo. Lo que quiero decir con esto es que la razón cumple un papel fundamental en la administración de los deseos y las pasiones del hombre. ¡Ojo! Te advierto que a este nivel ya hemos trascendido a Platón y nos encontramos en parte en los dominios de la ética aristotélica.

-Susan: ¿En qué punto?

-Thaelman: En el momento en el que abandonamos el tratamiento del alma humana dividida en tres, y la justa administración de estas tres partes como el principio supremo de la virtud que es la justicia, y entendiendo que la virtud del deseo es la temperancia, como el de la pasión sea la valentía y el de la razón sea la prudencia, todo lo cual es de Platón; y pasamos a distribuir los hábitos de los individuos de tal manera que los excesos y defectos de dichos hábitos son irracionales, y serán racionales en la medida en que estén equilibrados y sean moderados, todo lo cual es de Aristóteles.

-Susan: Me perdonarás pero hablaste tan rápido de asuntos tan profundos que de verdad no te entendí.

-Thaelman: Okay, déjame plantearlo mejor. Para Platón el alma debe ser gobernada por la razón, de tal manera que exista una justa distribución o equilibrio entre todas sus partes y cada una desempeñe su función, pero siempre atendiendo que quien gobierna es la razón. Cada una de las partes se caracteriza por tener una virtud en particular. Platón va a decir que la virtud del deseo es la temperancia, ya que ésta le permite controlar sus poderosos impulsos. Por otra parte la virtud de la pasión es la valentía, porque los estados emocionales se distinguen por impulsarnos a nosotros a favor de algo deseado o a alejarnos de aquellos despreciado o dañino. Sin embargo a la hora de enfrentar las situaciones en que necesitamos de la pasión, la valentía es la que nos permite vencer los miedos, como alcanzar aquello que nos proponemos. Y por último la razón se distingue por la virtud que conocemos como prudencia, es decir, la capacidad de discernir sobre lo conveniente y de tomar decisiones ajustadas a nuestros razonamientos. De tal manera que la prudencia termina por gobernar a la valentía para que no se exceda y a la temperancia para que no desaparezca. Sin embargo, ¿un alma totalmente dominada por la razón en la misma relación en que un líder totalitario domina a su nación puede ser beneficiosa?

-Susan: Todo lo que sea totalitarismo debe ser malo y por supuesto en lo más mínimo beneficioso.

-Thaelman: Pero no me respondas como si leyeras un manifiesto ideológico. El motivo por el cual no puede ser beneficiosa una razón que domine el alma en la misma relación que un líder totalitario gobierna a su nación, es porque establecer esta condición sería afirmar que la razón suprime al máximo tanto la pasión como el deseo. Estamos en presencia del caso de los espíritus fríos, secos, inmutables, insensibles, crueles, cínicos, etc. ¿Podemos afirmar que una persona de tales características se rija bajo los principios de la justicia?

-Susan: Por supuesto que no, ya que al suprimir tanto la pasión como el deseo no existe una relación equilibrada entre las partes del alma.

-Thaelman: Exactamente. Igual que un alma que se deje dominar sólo por los deseos sería un intemperante, y uno que se deje dominar por las pasiones sería un iracundo. Sólo nos queda decir que la virtud suprema para Platón y la que engloba a las otras tres es la justicia; la que permite el equilibrio entre las tres partes del alma, recordando siempre que la razón es la que gobierna.

-Susan: Muy bien. Ahora explícame que papel juega Aristóteles en todo esto.

-Thaelman: Pues bien, la ética Aristotélica se caracteriza por ser teleológica, es decir, por estar ajustada a los fines que ella persigue. En el caso de Aristóteles el objeto de la ética es la felicidad. Y esta felicidad se alcanza a través de la práctica de ciertos hábitos del comportamiento. Pero estos hábitos deben estar ajustados de una manera tal que no sean ni excesivos ni deficientes. Es decir, que la práctica exagerada de una virtud cual sea degenera necesariamente en un acto irracional, es decir en un vicio, de la misma manera que la ausencia total de cualquier virtud también degenera en un vicio. Para poner algunos ejemplos breves, el exceso de valentía es temeridad y su defecto es la cobardía. El exceso de la frugalidad es derrochar y el defecto es avaricia. El exceso de bienes materiales es el lujo, y el defecto es mezquindad. El exceso de sexualidad es lujuria, como su defecto es afeminamiento. Así sucesivamente Aristóteles divide cada hábito en categorías sistematizadas hasta construir un complejo de virtudes y sus posibles degeneraciones en vicios.

-Susan: A todas estas me has mareado con tu filosofía clásica y no me has refutado lo primero que te dije. No me has dicho por qué es posible la vida en pareja, y cómo es que no sea posible que la mayoría de los casos siempre presenten infidelidad.

-Thaelman: Pues muy sencillo amiga mía. Hasta ahora hemos concluido que la razón debe ser la parte del alma que gobierne el todo. Si nos quedamos en Aristóteles, ya que podemos irnos tan lejos como Spinoza o Kant, pero conformémonos con el Estagirita, el mentir es un vicio del acto de la comunicación. Porque nos comunicamos a través del lenguaje para entendernos, y este entendimiento sólo es posible a través de una comunicación veraz. Como verás, si todos mintiéramos en todo momento pues sencillamente nadie podría lograr comunicarse con nadie, y el acto de lenguaje sencillamente no tendría sentido.

-Susan: Por supuesto, me estás utilizando el argumento del imperativo categórico de Kant en el que tanto te gusta insistir. Te has ido más allá de Aristóteles.

-Thaelman: Es cierto, pero por un motivo muy concreto y con la finalidad de hacer una abstracción del ejemplo que te doy y posicionarlo dentro de la racionalidad ético aristotélica. Lo que trato es de establecer que el habla tiene un propósito que es transmitir algún tipo de realidad veraz. Desde un punto de vista aristotélico el exceso de veracidad en todo momento nos llevaría a lo que nosotros llamamos el exceso de sinceridad, que como sabemos no es considerado como bueno porque muchas veces ofendes a otras personas cuando la prudencia dicta que es mejor quedarse callado.

-Susan: Créeme cuando te digo que difícilmente podemos estar tan de acuerdo en algún punto como éste último caso del que me estás hablando.

-Thaelman: Pues bien, de la misma manera un defecto en la veracidad del habla sería sencillamente mentir. Y así como podemos decir que el exceso de sinceridad es un vicio, también lo es la mentira, sólo que aún peor, ya que existe una relación más a fin entre la veracidad y el exceso de sinceridad que entre la veracidad y la mentira, que son totalmente contrarias.

-Susan: Nada de esto te lo puedo negar.

-Thaelman: Ahora bien ya sabemos que el mentir no es irracional y que es con frecuencia el resultado de un vicio, que es el defecto en la veracidad. Cuando uno está involucrado en una relación de pareja, ¿no consiste ella en la confianza en que ambos tengan en el otro?

-Susan: Es evidente.

-Thaelman: ¿Y esta confianza no está remunerada por una forma de veracidad que llamamos fidelidad?

-Susan: Sin duda.

-Thaelman: Entonces podemos atribuir con toda razón que la ausencia de fidelidad es mentir, y que por ende es un vicio.

-Susan: Tienes razón.

-Thaelman: Pues bien, al afirmar que en este último juicio que acabo de emitir tengo la razón, queda refutado lo que me decías al principio, cuando afirmabas que los valores son algo totalmente subjetivo y que las únicas variables determinantemente comunes en el comportamiento humano son los deseos, o en tus palabras, los instintos.

-Susan: Debo admitir que hasta ahora tu argumentación ha sido consistente. Sin embargo eso no refuta el que sea una realidad estadística que la gran mayoría de las personas han vivido experiencias de infidelidad ya sea como víctimas o como victimarios. Cabe destacara a estas alturas de la conversación que esta verdad no quiere decir que las personas involucradas en dichas experiencias estén concientes de que lo son. La infidelidad puede pasar desapercibida muchas veces.

-Thaelman: ¡Estás involucrado nuevas variables a mitad de camino! Pero no importa, ya que ellas no van a hacer mucha diferencia. Te voy a plantear cómo lógicamente es refutable esto de lo que me hablas. Si la razón es la parte del alma que gobierna al resto, y si es ésta una verdad producto de que al no ser así, no se habría nunca desarrollado la civilización como de hecho lo ha alcanzado, podemos decir que la razón si ha determinado en gran medida histórica el comportamiento del ser humano. Ahora bien si la infidelidad es irracional pues es una forma de mentir, estamos afirmando que los individuos que han sido infieles lo han sido por irracionales, es decir, por dejarse gobernar por el deseo incontrolado de reproducción que llamamos lujuria. No podemos negar que semejantes personas existan, e incluso abunden. Pero al establecer que la vasta mayoría de las personas han vivido la experiencia de la infidelidad sea como fuere, estamos diciendo que al menos la mitad de la población humana ha sido victimaria de tal acto, ya que las parejas se conforman de dos, y supongamos que tan sólo una de las mitades ha sido infiel y no la otra, por lo cual diremos que la mitad de la humanidad ha sido irracional, se ha dejado levar por la lujuria. ¿Una humanidad tan propensa a la irracionalidad, es decir, a subordinar la razón frente a los deseos se hubiera desarrollado como nosotros lo estamos ahorita?

-Susan: Puede ser. ¿Por qué no? Recuerda que no todos necesariamente tienen que ser infieles todo el tiempo. Con tal de que lo hayan sido una vez es suficiente. No todo el mundo es racional todo el tiempo.

-Thaelman: En eso estamos de acuerdo. Pero imaginémonos si sólo hablamos de un único vicio tan esparcido por toda la humanidad como tú lo afirmas, y a la vez hacemos el ensayo con todos los demás vicios que quedan. Llegaremos al punto en el que concluiremos que la humanidad ha sido siempre y en todo momento viciosa, o al menos la mayor parte del tiempo. ¿Cómo pudimos habernos desarrollado entonces de esta manera si afirmamos que el desarrollo en sociedad sólo se logra a través del gobierno de la razón? En nuestro análisis no queda espacio para la razón.

-Susan: Es cierto lo que dices. Por lo cual debemos asumir que los vicios están distribuidos de alguna manera en la humanidad que no obstruyan el desarrollo de la razón.

-Thaelman: Exactamente. Por lo cual debemos afirmar que no todo el mundo es sujeto de los mismos vicios, sino que estos están distribuidos de alguna manera justa y espontánea entre las personas, lo mismo que con las virtudes. Si lo vemos así, entonces la razón sí juega un papel en el devenir de la historia de la humanidad. Por lo cual no podemos afirmar, entonces, que por cuestiones de estadística todo el mundo debe ser objeto de la experiencia de la infidelidad, es decir, de un mismo vicio.

-Susan: Parece que en un plano ideal debes tener la razón. Hasta ahora toda tu argumentación ha sido consistente. Pero debo decirte que hay un solo método de comprobar en la práctica si tú o yo tenemos la razón.

-Thaelman: ¿Cuál será este método?

-Susan: La estadística.

-Thaelman: ¿Pero tu crees que se pueda alcanzar una estadística de toda la humanidad con respecto a este tema y que a la vez sea confiable? Creo que la práctica de tu método también funciona sólo en el plano ideal.

-Susan: Así parece.

-Thaelman: Bueno nos debemos ir. Ya van a ser las cinco y el Metro se va a poner insufrible.

-Susan: Apurémonos.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Sobre la República II

La libertad y el Imperio de la ley republicana.


El gobierno de la ley y no de los hombres. Primero con esto queremos indicar que la fuente suprema e inviolable de la autoridad, y por ende, de toda la legitimidad institucional, se encuentra absolutamente en el derecho, en contraposición al arbitrio de los hombres. En la república se busca acabar definitivamente con cualquier tipo de dominación arbitraria de un hombre por otro hombre, y esto solo se puede cuando todos los hombres están sujetados al imperio de la ley, que no responde al arbitrio de ningún hombre en concreto, sino a la voluntad general, entendida como la ley de todos. Esto indica que no existe un hombre o un grupo de hombres que pueda someter a su arbitrio a los demás, sin entrar en contradicción con la norma. Cualquier forma de sometimiento entre los hombres se dará estrictamente bajo la supervisión y administración del derecho. Con esto se busca crear parámetros de sometimiento legítimos, donde la autoridad de un hombre magistrado es tal, sólo en la medida en que es permitida y regulada por la ley. Ninguna forma de sometimiento producto del libre arbitrio de los hombres es compatible con el principio republicano del imperio de la ley. Tan pronto como una norma permita a algunos hombres someter a los demás por su libre arbitrio y no por los requerimientos de la ley entendida como expresión de la voluntad general, es una violación misma del imperio de la ley, porque ¿cómo podría justificarse que una parte de la voluntad general admita ser sometida arbitrariamente por otra parte? Es una verdad evidente que los hombres prefieren ser libres a ser esclavos de la dominación de otros hombres; por ende no es justificable una dominación arbitraria hecha ley, porque la hace necesariamente una norma ilegítima que tan sólo representa la voluntad de un hombre o de una facción (la favorecida en la relación de dominación) y no de la voluntad general.


De este principio se deriva otra consecuencia: la libertad, entendida como libre de dominación. El derecho, al someter a su autoridad a todos los hombres por igual, necesariamente está sembrando el principio de la libertad. Ya que todos los hombres son sometidos a al autoridad de la ley, ninguno podrá entonces someter a otros a su propio arbitrio sin contradecir la misma ley, y por ende no existiría tal dominación (partiendo del hecho que el imperio de la norma sea eficaz) y al no haber dominación gracias a la igualdad ante la ley, entonces alcanzamos la libertad. Porque en una sociedad en la que la ley permita la dominación o al menos no logre ser eficaz en proteger a los hombres de la dominación de otros hombres, es una sociedad que no podemos catalogar de libre. Es una sociedad donde algunos son libres a expensas del sometimiento de otros.


Entender la libertad como la voluntad libre de obstáculos entra en la contradicción de que un hombre puede tener una voluntad libre sin obstrucciones, pero estar atado en una relación de necesidad con otro hombre que no le permite ejercer esta libertad (aunque formalmente esté establecida tal libertad), como la relación entre el amo y el esclavo, entre el Señor y el siervo o entre el patrón y el trabajador. Sencillamente es el concepto de libertad equívoco de los liberales. Aunque los liberales parten de la concepción de que la ley es una obstrucción de la libertad, para los republicanos la libertad solo existe en la medida en que la ley la imponga. La ley tiene por propósito el coartar toda la libertad de los hombres de dominar a otros hombres. ¡Por ende es una coacción que genera libertad, tan pronto como evita la esclavitud!


Entonces dos son las consecuencias del principio del imperio de la ley. La igualdad que viene necesariamente vinculada con ella, ya que el derecho se constituye como la fuente suprema de la autoridad y de toda legitimidad, al evitar que unos hombres se eleven por encima de otros en una relación de dominación arbitraria. Toda forma de dominación está regulada por la ley, y cuando un magistrado ejerce el poder que le es conferido entre sus competencias, no lo hace por su arbitrio, sino por el mandato de la ley, lo cual hace de tal dominación una dominación de la ley más que del individuo que ejerce la magistratura, y al ser la ley la expresión de la voluntad general, entonces es la voluntad general la que se impone por encima de todos los individuos a través del derecho, haciéndolos a todos iguales. La segunda consecuencia es la libertad, porque el estar sometidos todos a la ley es asegurar que nadie podrá ejercer sobre nosotros un poder arbitrario y nosotros estaremos disfrutando de nuestra libertad con plenitud en la medida en que respetemos tal ley, porque entonces así los demás también la respetarán, evitando que se constituyan esquemas de dominación entre los hombres. Si todos estamos sometidos a la ley, es decir, a la voluntad general, entonces no estamos sometidos a nadie en particular, y por ende como todos estamos bajo las mismas condiciones, todos podemos asegurar que somos igualmente libres. Cuando unos se hacen más libres que otros, es porque los primeros podrán, entonces, someter a los segundos a su propio arbitrio. Si la igualdad es la consecuencia necesaria del imperio de la ley, la libertad es la consecuencia necesaria de esta forma de igualdad.


Sin embargo no podemos afirmar que un sistema por estar sometido estrictamente al imperio de la ley, necesariamente va a ser republicano, porque entonces estaría en regla afirmar que una monarquía limitada puede considerarse una república, lo cual no es así. La tradición teórica republicana ha tendido a poner a la monarquía en total oposición a la república, pero esto no por razones arbitrarias, sino por la necesaria conclusión que se deriva del imperio de la ley. En un sistema donde exista un individuo o un grupo que de alguna manera este elevado por encima de todo ciudadano común, bien sea por la tradición, bien sea por el derecho positivo, no podemos afirmar que pueda ser consistente con el principio que presentamos anteriormente, porque es contradictorio con el principio de la libertad concedida por la igualdad ante la ley.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Sobre la República I

República como sistema político y diferenciado de forma política.


La república es un sistema político, lo cual lo diferencia de otras categorías de análisis político como el de forma política y/o forma de Estado. Como sistema político la república es una estructura racional de organización de los poderes públicos de una manera determinada y en base a unas reglas preestablecidas. A diferencia de la forma política, que es una categoría que determina la organización y distribución espacial del conjunto de individuos que conforman la comunidad política; y de la forma de Estado, en sentido de que esta última es una categoría para conceptualizar las distintas formas de organización del Estado moderno nacional.

Para ejemplificar, un sistema político consiste en la organización y distribución de potestas (competencias), auctoritas (autoridad) et imperium (poder). Toda comunidad política manifiesta estos tres fenómenos políticos y representan las dimensiones de la soberanía, y un sistema político representa los mecanismos, teorías, normas, costumbres, que organizan y distribuyen estas dimensiones de la soberanía entre los miembros de la comunidad concreta, de tal manera que se crea una estructura de dominación (gobernados y gobernantes). De esta manera la república es un sistema político porque organiza y distribuye entre los miembros de la comunidad la potestas, auctoritas et imperium; de la misma manera como lo hace, cada uno dentro de su propia racionalidad, la monarquía, la aristocracia y la democracia y sus respectivos regímenes desviados.

Por el contrario una forma política hace referencia a la distribución espacial, material, física, de una comunidad política. Para determinar a que forma política se hace referencia, debemos responder a las interrogantes como; ¿cómo está distribuida la población de una comunidad política en su territorio? ¿Cómo está distribuido espacialmente la auctoritas y la potestas? ¿Cuál es el grado de extensión territorial donde la comunidad política ejerce el imperium? Fíjense que el concepto de distribución en el espacio físico del poder y la comunidad determina la forma política, a diferencia del sistema político que determina la distribución del poder y la autoridad entre los ciudadanos. Si los miembros de la comunidad se concentran en un núcleo urbano y todos los fenómenos políticos internos se desarrollan dentro de este núcleo, entonces llamaremos a esta comunidad una Ciudad Estado. Si es una figura de autoridad central que domina a través de la fuerza vastas extensiones territoriales que incluyen etnias, culturas, idiomas, religiones, etc, de mucha diversidad; y si esta dominación de un universo de culturas se constituye en la idea de una dominación universal de la civilización, entonces estaremos en presencial de un Imperio Universal. Si lo que estudiamos es una población disgregada entre vastas extensiones territoriales, cuya principal labor económica es la agricultura, y estas extensiones son dominadas por la fuerza de varias cabezas (líderes, jefes, Señores, etc.), pero estas cabezas de la comunidad a su vez están subordinadas a alguna forma de autoridad superior que las reúne bajo su mando (la relación entre Rey o Emperador con los estamentos guerreros, sacerdotales, etc.) y ya sea esta subordinación materialmente efectiva o formalmente aceptada, estamos en presencia de una forma Feudal. Entendiendo brevemente la diferencia entre sistema político y forma política pasemos a clasificar la forma de Estado.

La forma de Estado es una forma política, porque está determinada por una distribución espacial del poder y la autoridad. Sin embargo es una forma política muy concreta y está estrictamente posicionada bajo una condición histórica. La forma política del Estado es una forma de la modernidad. De allí que hoy en día hablemos del Estado moderno. Sin embargo hay varios tipos de Estado moderno que van a estar determinados por la organización y distribución territorial del poder soberano entre el Poder Central y los poderes regionales. Sencillamente, un Estado puede ser centralizado o compuesto, y con esto hacemos referencia a la relación de distribución del poder soberano que existe entre el centro institucional (el poder nacional formal) y geográfico (la capital nacional) de la autoridad, con las provincias que son objeto de la autoridad del Poder Central. Si el estado es centralizado, es porque la auctoritas, imperium et potestas que se concentra alrededor de las instituciones nacionales y su lugar de residencia, mantiene una supremacía casi absoluta (o del todo absoluta) por encima de cualquier forma de autoridad que puedan tener las provincias objeto del Poder Central. En este caso la soberanía reside en su mayoría en el Poder Central. En un Estado compuesto, las provincias, también llamadas Estados, preservan parte de su auctoritas, imperium et potestas que el Poder Central, al menos en términos formales, no puede violar. Estamos hablando de formas de Estado donde las provincias preservan parte de la soberanía de la nación, adscrita por supuesto a su territorio concreto. Hay a la vez una división teóricas de la forma de Estado compuesto, que son la federación y la confederación. Sencillamente se identifica una sobre otra, porque en la segunda el poder soberano está depositado en su mayoría en la autoridad de las regiones, mientras que en el primero existe una relación más equilibrada entre la distribución del poder soberano entre las provincias y el Poder Central. No hablaré más por el momento de las formas de Estado.

De lo que brevemente acabamos de hablar podemos alcanzar ciertas conclusiones. La primera es que debe existir una relación de intercambio entre sistemas políticos y formas políticas. Sin embargo no todos los sistemas políticos son compatibles con algunas formas políticas. Así vemos que en la Ciudad Estado puede haber un sistema republicano, como uno aristocrático como uno monárquico, como sus respectivas desviaciones. En cambio en el Feudalismo es fácil concebir una aristocracia (o timocracia) y una monarquía (o tiranía o despotismo), pero difícilmente podemos decir que es compatible con un sistema republicano o democrático sin caer inmediatamente en una contradicción. Por su parte el Imperio Universal admite una forma republicana, pero difícilmente una democrática (el ejemplo es Roma). En el Estado Moderno ha calado muy bien la monarquía absoluta (o despotismo), pero también la república; yo particularmente pongo en duda, en contra de la concepción del común, que en el Estado Moderno podamos constituir una democracia (verdadera democracia) sin desvariar radicalmente los principios del Estado Moderno o viceversa.

Para concluir: siempre que hablemos de república es necesario que partamos de la premisa que es un sistema político; es decir, la racionalización de la distribución de las potestades soberanas entre los ciudadanos que la componen. Claro que esta racionalización se da a través del derecho, pero no es objetivo de este escrito desarrollar este tema en conreto por ahora.

lunes, 27 de octubre de 2008

De la fragmentación de los valores hasta la deslegitimación de las instituciones políticas.

Para poder comprender el orden político en cualquier sistema, pero particularmente en una república, debe partirse de la noción de legitimidad, entendida como el consentimiento de los gobernados de aceptar el poder de los gobernantes.


El orden político no sólo se sostiene sobre la base de las leyes, pues las leyes, en sí mismas, no son nada sustancialmente concreto. Ellas son el producto de la relación entre los individuos y la comunidad en la que éstos habitan. Esta relación se da de tal manera que los individuos al integrarse en la sociedad como ciudadanos aceptan unas reglas de juego que restringen su capacidad de acción (en calidad de deberes), pero que éstos aceptan dichas restricciones en la medida en que sean aplicadas a todos los miembros ciudadanos de tal comunidad por igual; lo que quiere decir que al un individuo ciudadano ceder a las restricciones de la ley, no por eso está permitiéndole a otro individuo ciudadano la capacidad de actuar en contra de su propio interés, sino más bien, de que el individuo ciudadano externo también tiene la misma restricción, y por ende es salvaguardado el interés de ambos (en calidad de derechos). La ley es entonces la norma que los ciudadanos se dan entre ellos para poder vivir y disfrutar de la libertad producida en estado de igualdad jurídica que se adquiere en sociedad, a diferencia de la esclavitud que se vive en el estado de naturaleza.


Sin embargo esta ley producto del consentimiento de los ciudadanos que desean vivir en sociedad no es arbitraria; no depende de una autonomía absoluta de la voluntad de los ciudadanos en colectivo, sino que responde a condiciones materiales que imponen necesidades circunstanciales a este colectivo organizado. Es decir, que la ley no es creada como un objeto ideal puro, sino como la respuesta a unas condiciones concretas que vive la sociedad y someten necesariamente al individuo ciudadano. En este sentido el orden político no es absoluto sino relativo a las condiciones materiales de existencia. Con esta postura me distancio de la noción positivista del derecho desarrollada por Kelsen y Weber, que lo entienden como un constructo cada vez más racional y objetivo dentro de los marcos de la burocratización del Estado Moderno.


Debe decirse que esta ley no es creada partiendo tan solo de esas condiciones materiales de existencia, sino que son el resultado del devenir de los valores creados dentro de esa sociedad. No podemos partir de la noción de sociedad, o de comunidad, sino partimos a la vez que dicha unión de individuos se da en la medida en que existe un esquema de identificación cognitiva entre todos. Estas imágenes cognitivas que se presentan en la mente de todos los miembros de una comunidad, y que son los vínculos sociales que permiten a todos estos individuos sentirse identificados entre un grupo de seres humanos y diferenciados de todos los demás, estas imágenes son lo que entendemos por valores (incluyendo el lenguaje). Son valores porque denotan un juicio axiológico común entre un agregado más o menos numeroso de individuos. De no cumplirse este requerimiento la unidad social sería imposible, como es evidente. Decimos esto porque no se puede establecer que la ley es un constructo absolutamente racional generado de la nada, pues previo a la existencia de la ley, las sociedades se han conformado alrededor de esquemas valorativos de convivencia desde las épocas primitivas. La ley es consecuencia de un espontáneo constructo axiológico anterior, y es el resultado de la racionalización de dicho constructo a medida que las sociedades se van complejizando. Con esto queremos decir que la base fundamental de la ley son los valores sociales constitutivos de cualquier sociedad, y es en relación con estos valores como la ley adquiere aceptación por parte de los gobernados. De haber una disociación cognitiva en una sociedad entre los valores comunes y la ley común, el resultado es la pérdida de legitimidad (la credibilidad) de la ley por parte de los gobernados, y la subsiguiente desobediencia a dicha ley, y la posible pérdida del orden social.


Partiendo de la Ley, se establece un orden político que se mantiene por medio de la creación de instituciones políticas. Son las estructuras que ordenan, regulan y sostienen todo el constructo legal, y por ende, el orden social. Al estar estas instituciones constituidas partiendo de la estructura legal, quiere decir que dichas instituciones son la representación concreta de los valores que se encuentran implícitos en la ley. De darse esta relación entre valores que integran la sociedad, con la ley resultado de la racionalización de dichos valores, y finalmente con las instituciones políticas constituidas partiendo de la ley, de manera justa y equilibrada, entonces se puede decir que el orden político dado es legítimo, y por ende estable. Es legítimo porque los gobernados aceptan la dominación de los gobernantes (los poseedores del poder que generan las instituciones políticas), pues la imagen cognitiva que se presenta en las mentes de los individuos ciudadanos dominados con respecto al esquema de dominación política está en relación con lo que estos individuos consideran como correcto, es decir como socialmente valorado, estimado, aceptado. Esto es lo que llamamos autoridad política: el poder político ejercido con el consentimiento de los dominados, lo cual equivale a decir que es un poder legítimo. Esto también quiere decir que puede haber poder sin autoridad, entendido como poder ejercido ilegítimamente; ejercicio puro de la coacción sobre los ciudadanos sin justificación.


Luego de esta breve explicación del orden político y social como resultado de la base valorativa que subyace en toda la estructura social, queda entonces decir lo siguiente. Como resultado de la cadena de asociaciones hechas anteriormente podemos establecer que al existir una disociación o desequilibrio entre valores sociales comunes, constructo legal e instituciones políticas, se presentará la deslegitimación del sistema de relaciones de dominación concreto existente en sociedad cualquiera.


En la actualidad estamos viviendo ese proceso de desequilibrio en el sistema. La libertad entendida como la capacidad de la voluntad humana para autodeterminarse se ha convertido en la fuente de legitimidad en el mundo moderno. Sin embargo la creencia en la justificación de la libertad entendida como no interferencia en el cumplimiento de la voluntad ha llegado a un nivel absoluto. En la pretensión ilimitada de la libertad negativa de la voluntad (no entraré ahorita en el debate de por qué esta concepción de libertad es una ficción, pues para los intereses de este ensayo basta al menos concederle algo de credibilidad a este concepto de libertad negativa de los liberales. Para los que quieran conocer sobre este tema les remito al texto de Schopenhauer Sobre la Libertad de la Voluntad) se ha desarrollado un fenómeno social particular. La fragmentación cuasi total de los valores sociales en Occidente. Esto ha ido manifestándose de múltiples maneras, y ha desorganizado por completo el orden moral que previamente existía en nuestra civilización. Para muchos estos es un signo de mejores tiempos, o de un nivel de civilización superior. No voy a negar completamente esta opinión ampliamente difundida en nuestra sociedad, pero voy a plantear algunas contradicciones que percibo en el sistema todo y que podrían desencadenar consecuencias indeseables para el futuro de nuestra civilización.


La actual fragmentación masiva de los valores en nuestra sociedad todavía no ha producido efectos mayores en el orden político, pues estos cambios tienden a gestarse a lo largo de los siglos. Cada década la disolución de un orden ético común se acentúa, y se están presentando contradicciones sociales incluso a nivel del lenguaje. Los argumentos que sustentan una posición ética concreta, por más racionalmente estructurados que se encuentren, se enfrentan contra otra inamovible posición ética completamente contradictoria con la primera. Ambas posiciones pueden estar racionalmente bien fundamentadas, sin embargo, ambas posiciones son radicalmente contradictorias, y a la vez son incapaces de transformar la idea contraria. Ambas posiciones son defendidas por amplios números de individuos en nuestra sociedad. Hablo de posiciones éticas en abstracto para establecer que me refiero a cualquiera de las contradicciones valorativas que se encuentran actualmente tan presentes en nuestra sociedad. Para poner ejemplos bastante ilustrativos y bien conocidos: el debate entre aborto y vida; entre ilegalización de drogas y la legalización; entre matrimonio y divorcio; entre matrimonio gay y matrimonio heterosexual; entre centralización del Estado burocrático y la democratización del mismo, etc. Realmente estos no son debates, porque hemos llegado al punto en que no hay nada que debatir. Unos sostienen una postura, otros sostienen la contraria y no hay puntos de común. Existe una división altamente preocupante a nivel de las bases en la división cada vez más progresiva y cada vez más escindida entre concepciones valorativas totalmente opuestas. Esto es producto de la fragmentación tan pronunciada de los valores de nuestra sociedad, desencadenada por la idea valorada de una libertad ilimitada de la voluntad del individuo.


Esta libertad ilimitada de la voluntad del individuo en principio no es necesariamente mala, o negativa o destructiva. Más bien cada individuo deber poder disponer de su propia ideología como mejor le complazca. Sin embargo es iluso creer que del incremento cada vez más pronunciado de concepciones valorativas altamente contradictorias en los individuos no se va a producir al final un efecto en las bases valorativas colectivas. Pueden haber individuos aislados con principios valorativos contradictorios con los principios valorativos colectivos, pero mientras los primeros aumentan cada década a pasos agigantados en proporciones desiguales, los segundos cada vez son más debilitados por el crecimiento de los primeros. Aquí no se trata de defender una postura valorativa frente a otra, sino de señalar los peligros de una fragmentación de los valores arbitrariamente creados frente a la más estable y equilibrada homogeneidad de los valores históricamente heredados.


Volvamos entonces al principio del cual partimos que el orden político que se constituye a partir del orden social depende del justo equilibrio entre valores sociales comunes, sistema legal común e instituciones políticas constituidas por las previas. Este equilibrio es el que permite la legitimidad del esquema de dominación. Si hoy en día estamos viviendo con cada día mas pronunciamiento una fragmentación de los valores sociales a través de los cuales existe el proceso de integración social, que incluso llega a generar amplias e irreconciliables contradicciones entre concepciones valorativas dentro del mismo orden social, la base fundamental de donde se construye y preserva el sistema legal está en amplia descomposición. No se trata de que la fragmentación de los valores sea buena o mala; se trata de que dicha fragmentación esté dinamitando por partes la base valorativa de la cual parte todo nuestro sistema legal y orden político general.


Es cierto que se puede argumentar que nuestro sistema legal se constituye desde la noción de libertad negativa liberal, por lo cual podría argüirse que realmente no existe tal disociación que he señalado. Esto es verdad hasta cierto punto, porque también es cierto que dicha noción de libertad esta generando toda una gama de principios valorativos contradictorios, que en primera instancia no entran en contradicción con el sistema legal, pero que van desarrollando cada vez, más principios concretos que si entran en contradicción con los fundamentos valorativos más generales y universales. El ejemplo más obvio es el derecho a la vida, uno de los principios valorativos consagrados dentro de nuestro sistema axiológico como más importantes y fundamentales, y la actual valoración del principio del aborto que entra en absoluta e irreconciliable contradicción con el primero. A pesar de dicha irresoluble contradicción, actualmente en nuestra sociedad existen amplios márgenes poblacionales que defienden dicho derecho. Podemos poner como otro ejemplo al matrimonio, consagrado en nuestro sistema legal que heredó de nuestra tradición histórica una concepción particular de familia. Esta concepción es esencial para la reproducción de nuestra especie y de nuestros valores que devienen del cristianismo. Siendo la familia el núcleo social fundamental desde donde comienza el proceso de socialización de los individuos en los marcos de convivencia preestablecidos históricamente, y consagrada la familia en la ley a través del matrimonio, ya no solo frente a Dios (o la religión organizada, como lo quieran ver) sino incluso frente al Estado, demostración de que los valores sociales más fundamentales son aceptados, reproducidos y defendidos por la ley terrenal, existen tendencias actuales que defienden otro tipo de matrimonio como entre homosexuales. Matrimonio entre homosexuales necesariamente es el fin de la familia, porque es el fin de un sistema de socialización que existe desde que los seres humanos existen (en todas las civilizaciones). Una contradicción tan evidente es pasada por alto en la defensa de la libertad ilimitada de la voluntad individual, que pasa de ser el fundamento de nuestro sistema legal a ser el argumento que pone en duda dicho sistema legal, pues permite el crecimiento de nociones valorativas ampliamente contradictorias con los principios funamentales del orden social.


Para los intereses de este ensayo no vamos a continuar desarrollando más este punto, y asumiremos que la argumentación previa es suficiente para plantear una contradicción existente entre la noción de libertad ilimitada de la voluntad individual como principio de una fragmentación masiva de los valores sociales, y la estabilidad de nuestro sistema legal. Como es evidente, este principio de disociación entre la base valorativa y el sistema legal alcanza también las instituciones políticas. Esta disociación es inevitable porque los argumentos que sirven como base para justificar el sistema legal y las instituciones políticas son cada día menos válidos en la impresión cognitiva de los individuos ciudadanos. No porque actualmente exista un esquema concreto de valores distinto, pues esto desencadenaría como es evidente una revolución que sería el tránsito de un orden político pasado a uno futuro basado en el nuevo esquema. Estamos en presencia de la disolución de cualquier forma de esquema valorativo, y de la atomización de dicha superestructura (para hablar en lenguaje marxista) en múltiples y contradictorias nociones axiológicas dentro de la sociedad. En la medida en que dichas nociones axiológicas aglomeren a un número más o menos importante de individuos ciudadanos, algunas de estas nociones alcanzarán las esferas del poder (condensadas en las instituciones políticas) y utilizarán dichos recursos para imponer su propia concepción (Esta es una verdad poco controvertible, pues como sabemos desde Nietzsche, el ser humano es en sí, psicológicamente, voluntad de poder). El problema que enfrentarán estas elites será que no dispongan de consenso en la base social con respecto a sus propios principios valorativos. El resultado es que el esquema de dominación construido por dichas elites no será legítimo, es decir no aceptado voluntariamente y por ende tendrá que depender de la coacción física de los ciudadanos (lo cual no sería más que un esquema de dominación oligárquico) o aceptar la inevitable pérdida del poder. ¿Dentro de este estado de cosas es posible imaginar alguna elite que logre representar mínimamente todo el conglomerado de concepciones valorativas presentes en una sociedad cuyos principios axiológicos son cada vez más contradictorios? Semejante quimera podría perdurar por algún tiempo, pero históricamente es evidenciado que dichos regímenes no tardarían en caer.


Como ejemplo podemos poner el tardío Imperio Romano cuya autoridad política central, expresada en la figura del emperador, había perdido completamente toda posibilidad de legitimidad en una sociedad que se debatía entre una constitución política pagana y una amplia concepción valorativa cristiana, sumado a la permeabilidad de las elites del imperio por parte de ideologías griegas (estoicismo, epicureismo, culto de Dionisio). Lo mismo se puede decir del período tardío de la Dinastía Qing de los Manchú en China a principios del siglo veinte, caso que no deja de ser emblemático por la fragmentación masiva que hubo entre el confucianismo, el liberalismo, el comunismo, el nacionalismo y la alienación progresiva de las masas campesinas. Recuérdese también la progresiva disolución del Ancien Regime en Europa con la pérdida del marco de legitimación religioso del derecho divino de los reyes y la sustitución por ideologías nacionalistas, racionalistas, republicanas, liberales, etc.


Lo que quiero decir con todo esto es que la defensa a ultranza de una libertad ilimitada de la voluntad individual ha desencadenado una cada vez más progresiva disolución de un marco de legitimación de todo nuestro orden político. El resultado de la pérdida de dicho marco de legitimación y la imposibilidad de sustituirlo por uno nuevo en vista de las condiciones concretas de fragmentación masiva de los valores sociales comunes puede traer como consecuencia una perdida de nuestras instituciones políticas, la disfuncionalidad de nuestro sistema legal, y la pérdida del orden social. Para explicarme con más claridad: el estallido de guerras civiles, la aparición de movimientos minoritarios reaccionarios con poder coactivo, la fragmentación política de la sociedad, intolerancia producida por el temor a la muerte y al caos, etc. En definitiva la posibilidad de perder nuestro orden político republicano, garante de nuestras libertades tanto individuales, como políticas, como sociales. El resultado: un mundo desordenado e impredecible, donde nuestra integridad física y la de los nuestros esté en constante peligro, se termine por aclamar cualquier forma de orden autoritario que reestablezca la paz y la seguridad en detrimento de las libertades que hemos arduamente conquistado.


Mi preocupación es que la actual creencia ciega en la libertad ilimitada de la voluntad individual está generando un estado social en masiva descomposición, que puede al final, con el posible colapso definitivo de nuestra civilización, privarnos por completo de cualquier esperanza de libertad.