lunes, 27 de octubre de 2008

De la fragmentación de los valores hasta la deslegitimación de las instituciones políticas.

Para poder comprender el orden político en cualquier sistema, pero particularmente en una república, debe partirse de la noción de legitimidad, entendida como el consentimiento de los gobernados de aceptar el poder de los gobernantes.


El orden político no sólo se sostiene sobre la base de las leyes, pues las leyes, en sí mismas, no son nada sustancialmente concreto. Ellas son el producto de la relación entre los individuos y la comunidad en la que éstos habitan. Esta relación se da de tal manera que los individuos al integrarse en la sociedad como ciudadanos aceptan unas reglas de juego que restringen su capacidad de acción (en calidad de deberes), pero que éstos aceptan dichas restricciones en la medida en que sean aplicadas a todos los miembros ciudadanos de tal comunidad por igual; lo que quiere decir que al un individuo ciudadano ceder a las restricciones de la ley, no por eso está permitiéndole a otro individuo ciudadano la capacidad de actuar en contra de su propio interés, sino más bien, de que el individuo ciudadano externo también tiene la misma restricción, y por ende es salvaguardado el interés de ambos (en calidad de derechos). La ley es entonces la norma que los ciudadanos se dan entre ellos para poder vivir y disfrutar de la libertad producida en estado de igualdad jurídica que se adquiere en sociedad, a diferencia de la esclavitud que se vive en el estado de naturaleza.


Sin embargo esta ley producto del consentimiento de los ciudadanos que desean vivir en sociedad no es arbitraria; no depende de una autonomía absoluta de la voluntad de los ciudadanos en colectivo, sino que responde a condiciones materiales que imponen necesidades circunstanciales a este colectivo organizado. Es decir, que la ley no es creada como un objeto ideal puro, sino como la respuesta a unas condiciones concretas que vive la sociedad y someten necesariamente al individuo ciudadano. En este sentido el orden político no es absoluto sino relativo a las condiciones materiales de existencia. Con esta postura me distancio de la noción positivista del derecho desarrollada por Kelsen y Weber, que lo entienden como un constructo cada vez más racional y objetivo dentro de los marcos de la burocratización del Estado Moderno.


Debe decirse que esta ley no es creada partiendo tan solo de esas condiciones materiales de existencia, sino que son el resultado del devenir de los valores creados dentro de esa sociedad. No podemos partir de la noción de sociedad, o de comunidad, sino partimos a la vez que dicha unión de individuos se da en la medida en que existe un esquema de identificación cognitiva entre todos. Estas imágenes cognitivas que se presentan en la mente de todos los miembros de una comunidad, y que son los vínculos sociales que permiten a todos estos individuos sentirse identificados entre un grupo de seres humanos y diferenciados de todos los demás, estas imágenes son lo que entendemos por valores (incluyendo el lenguaje). Son valores porque denotan un juicio axiológico común entre un agregado más o menos numeroso de individuos. De no cumplirse este requerimiento la unidad social sería imposible, como es evidente. Decimos esto porque no se puede establecer que la ley es un constructo absolutamente racional generado de la nada, pues previo a la existencia de la ley, las sociedades se han conformado alrededor de esquemas valorativos de convivencia desde las épocas primitivas. La ley es consecuencia de un espontáneo constructo axiológico anterior, y es el resultado de la racionalización de dicho constructo a medida que las sociedades se van complejizando. Con esto queremos decir que la base fundamental de la ley son los valores sociales constitutivos de cualquier sociedad, y es en relación con estos valores como la ley adquiere aceptación por parte de los gobernados. De haber una disociación cognitiva en una sociedad entre los valores comunes y la ley común, el resultado es la pérdida de legitimidad (la credibilidad) de la ley por parte de los gobernados, y la subsiguiente desobediencia a dicha ley, y la posible pérdida del orden social.


Partiendo de la Ley, se establece un orden político que se mantiene por medio de la creación de instituciones políticas. Son las estructuras que ordenan, regulan y sostienen todo el constructo legal, y por ende, el orden social. Al estar estas instituciones constituidas partiendo de la estructura legal, quiere decir que dichas instituciones son la representación concreta de los valores que se encuentran implícitos en la ley. De darse esta relación entre valores que integran la sociedad, con la ley resultado de la racionalización de dichos valores, y finalmente con las instituciones políticas constituidas partiendo de la ley, de manera justa y equilibrada, entonces se puede decir que el orden político dado es legítimo, y por ende estable. Es legítimo porque los gobernados aceptan la dominación de los gobernantes (los poseedores del poder que generan las instituciones políticas), pues la imagen cognitiva que se presenta en las mentes de los individuos ciudadanos dominados con respecto al esquema de dominación política está en relación con lo que estos individuos consideran como correcto, es decir como socialmente valorado, estimado, aceptado. Esto es lo que llamamos autoridad política: el poder político ejercido con el consentimiento de los dominados, lo cual equivale a decir que es un poder legítimo. Esto también quiere decir que puede haber poder sin autoridad, entendido como poder ejercido ilegítimamente; ejercicio puro de la coacción sobre los ciudadanos sin justificación.


Luego de esta breve explicación del orden político y social como resultado de la base valorativa que subyace en toda la estructura social, queda entonces decir lo siguiente. Como resultado de la cadena de asociaciones hechas anteriormente podemos establecer que al existir una disociación o desequilibrio entre valores sociales comunes, constructo legal e instituciones políticas, se presentará la deslegitimación del sistema de relaciones de dominación concreto existente en sociedad cualquiera.


En la actualidad estamos viviendo ese proceso de desequilibrio en el sistema. La libertad entendida como la capacidad de la voluntad humana para autodeterminarse se ha convertido en la fuente de legitimidad en el mundo moderno. Sin embargo la creencia en la justificación de la libertad entendida como no interferencia en el cumplimiento de la voluntad ha llegado a un nivel absoluto. En la pretensión ilimitada de la libertad negativa de la voluntad (no entraré ahorita en el debate de por qué esta concepción de libertad es una ficción, pues para los intereses de este ensayo basta al menos concederle algo de credibilidad a este concepto de libertad negativa de los liberales. Para los que quieran conocer sobre este tema les remito al texto de Schopenhauer Sobre la Libertad de la Voluntad) se ha desarrollado un fenómeno social particular. La fragmentación cuasi total de los valores sociales en Occidente. Esto ha ido manifestándose de múltiples maneras, y ha desorganizado por completo el orden moral que previamente existía en nuestra civilización. Para muchos estos es un signo de mejores tiempos, o de un nivel de civilización superior. No voy a negar completamente esta opinión ampliamente difundida en nuestra sociedad, pero voy a plantear algunas contradicciones que percibo en el sistema todo y que podrían desencadenar consecuencias indeseables para el futuro de nuestra civilización.


La actual fragmentación masiva de los valores en nuestra sociedad todavía no ha producido efectos mayores en el orden político, pues estos cambios tienden a gestarse a lo largo de los siglos. Cada década la disolución de un orden ético común se acentúa, y se están presentando contradicciones sociales incluso a nivel del lenguaje. Los argumentos que sustentan una posición ética concreta, por más racionalmente estructurados que se encuentren, se enfrentan contra otra inamovible posición ética completamente contradictoria con la primera. Ambas posiciones pueden estar racionalmente bien fundamentadas, sin embargo, ambas posiciones son radicalmente contradictorias, y a la vez son incapaces de transformar la idea contraria. Ambas posiciones son defendidas por amplios números de individuos en nuestra sociedad. Hablo de posiciones éticas en abstracto para establecer que me refiero a cualquiera de las contradicciones valorativas que se encuentran actualmente tan presentes en nuestra sociedad. Para poner ejemplos bastante ilustrativos y bien conocidos: el debate entre aborto y vida; entre ilegalización de drogas y la legalización; entre matrimonio y divorcio; entre matrimonio gay y matrimonio heterosexual; entre centralización del Estado burocrático y la democratización del mismo, etc. Realmente estos no son debates, porque hemos llegado al punto en que no hay nada que debatir. Unos sostienen una postura, otros sostienen la contraria y no hay puntos de común. Existe una división altamente preocupante a nivel de las bases en la división cada vez más progresiva y cada vez más escindida entre concepciones valorativas totalmente opuestas. Esto es producto de la fragmentación tan pronunciada de los valores de nuestra sociedad, desencadenada por la idea valorada de una libertad ilimitada de la voluntad del individuo.


Esta libertad ilimitada de la voluntad del individuo en principio no es necesariamente mala, o negativa o destructiva. Más bien cada individuo deber poder disponer de su propia ideología como mejor le complazca. Sin embargo es iluso creer que del incremento cada vez más pronunciado de concepciones valorativas altamente contradictorias en los individuos no se va a producir al final un efecto en las bases valorativas colectivas. Pueden haber individuos aislados con principios valorativos contradictorios con los principios valorativos colectivos, pero mientras los primeros aumentan cada década a pasos agigantados en proporciones desiguales, los segundos cada vez son más debilitados por el crecimiento de los primeros. Aquí no se trata de defender una postura valorativa frente a otra, sino de señalar los peligros de una fragmentación de los valores arbitrariamente creados frente a la más estable y equilibrada homogeneidad de los valores históricamente heredados.


Volvamos entonces al principio del cual partimos que el orden político que se constituye a partir del orden social depende del justo equilibrio entre valores sociales comunes, sistema legal común e instituciones políticas constituidas por las previas. Este equilibrio es el que permite la legitimidad del esquema de dominación. Si hoy en día estamos viviendo con cada día mas pronunciamiento una fragmentación de los valores sociales a través de los cuales existe el proceso de integración social, que incluso llega a generar amplias e irreconciliables contradicciones entre concepciones valorativas dentro del mismo orden social, la base fundamental de donde se construye y preserva el sistema legal está en amplia descomposición. No se trata de que la fragmentación de los valores sea buena o mala; se trata de que dicha fragmentación esté dinamitando por partes la base valorativa de la cual parte todo nuestro sistema legal y orden político general.


Es cierto que se puede argumentar que nuestro sistema legal se constituye desde la noción de libertad negativa liberal, por lo cual podría argüirse que realmente no existe tal disociación que he señalado. Esto es verdad hasta cierto punto, porque también es cierto que dicha noción de libertad esta generando toda una gama de principios valorativos contradictorios, que en primera instancia no entran en contradicción con el sistema legal, pero que van desarrollando cada vez, más principios concretos que si entran en contradicción con los fundamentos valorativos más generales y universales. El ejemplo más obvio es el derecho a la vida, uno de los principios valorativos consagrados dentro de nuestro sistema axiológico como más importantes y fundamentales, y la actual valoración del principio del aborto que entra en absoluta e irreconciliable contradicción con el primero. A pesar de dicha irresoluble contradicción, actualmente en nuestra sociedad existen amplios márgenes poblacionales que defienden dicho derecho. Podemos poner como otro ejemplo al matrimonio, consagrado en nuestro sistema legal que heredó de nuestra tradición histórica una concepción particular de familia. Esta concepción es esencial para la reproducción de nuestra especie y de nuestros valores que devienen del cristianismo. Siendo la familia el núcleo social fundamental desde donde comienza el proceso de socialización de los individuos en los marcos de convivencia preestablecidos históricamente, y consagrada la familia en la ley a través del matrimonio, ya no solo frente a Dios (o la religión organizada, como lo quieran ver) sino incluso frente al Estado, demostración de que los valores sociales más fundamentales son aceptados, reproducidos y defendidos por la ley terrenal, existen tendencias actuales que defienden otro tipo de matrimonio como entre homosexuales. Matrimonio entre homosexuales necesariamente es el fin de la familia, porque es el fin de un sistema de socialización que existe desde que los seres humanos existen (en todas las civilizaciones). Una contradicción tan evidente es pasada por alto en la defensa de la libertad ilimitada de la voluntad individual, que pasa de ser el fundamento de nuestro sistema legal a ser el argumento que pone en duda dicho sistema legal, pues permite el crecimiento de nociones valorativas ampliamente contradictorias con los principios funamentales del orden social.


Para los intereses de este ensayo no vamos a continuar desarrollando más este punto, y asumiremos que la argumentación previa es suficiente para plantear una contradicción existente entre la noción de libertad ilimitada de la voluntad individual como principio de una fragmentación masiva de los valores sociales, y la estabilidad de nuestro sistema legal. Como es evidente, este principio de disociación entre la base valorativa y el sistema legal alcanza también las instituciones políticas. Esta disociación es inevitable porque los argumentos que sirven como base para justificar el sistema legal y las instituciones políticas son cada día menos válidos en la impresión cognitiva de los individuos ciudadanos. No porque actualmente exista un esquema concreto de valores distinto, pues esto desencadenaría como es evidente una revolución que sería el tránsito de un orden político pasado a uno futuro basado en el nuevo esquema. Estamos en presencia de la disolución de cualquier forma de esquema valorativo, y de la atomización de dicha superestructura (para hablar en lenguaje marxista) en múltiples y contradictorias nociones axiológicas dentro de la sociedad. En la medida en que dichas nociones axiológicas aglomeren a un número más o menos importante de individuos ciudadanos, algunas de estas nociones alcanzarán las esferas del poder (condensadas en las instituciones políticas) y utilizarán dichos recursos para imponer su propia concepción (Esta es una verdad poco controvertible, pues como sabemos desde Nietzsche, el ser humano es en sí, psicológicamente, voluntad de poder). El problema que enfrentarán estas elites será que no dispongan de consenso en la base social con respecto a sus propios principios valorativos. El resultado es que el esquema de dominación construido por dichas elites no será legítimo, es decir no aceptado voluntariamente y por ende tendrá que depender de la coacción física de los ciudadanos (lo cual no sería más que un esquema de dominación oligárquico) o aceptar la inevitable pérdida del poder. ¿Dentro de este estado de cosas es posible imaginar alguna elite que logre representar mínimamente todo el conglomerado de concepciones valorativas presentes en una sociedad cuyos principios axiológicos son cada vez más contradictorios? Semejante quimera podría perdurar por algún tiempo, pero históricamente es evidenciado que dichos regímenes no tardarían en caer.


Como ejemplo podemos poner el tardío Imperio Romano cuya autoridad política central, expresada en la figura del emperador, había perdido completamente toda posibilidad de legitimidad en una sociedad que se debatía entre una constitución política pagana y una amplia concepción valorativa cristiana, sumado a la permeabilidad de las elites del imperio por parte de ideologías griegas (estoicismo, epicureismo, culto de Dionisio). Lo mismo se puede decir del período tardío de la Dinastía Qing de los Manchú en China a principios del siglo veinte, caso que no deja de ser emblemático por la fragmentación masiva que hubo entre el confucianismo, el liberalismo, el comunismo, el nacionalismo y la alienación progresiva de las masas campesinas. Recuérdese también la progresiva disolución del Ancien Regime en Europa con la pérdida del marco de legitimación religioso del derecho divino de los reyes y la sustitución por ideologías nacionalistas, racionalistas, republicanas, liberales, etc.


Lo que quiero decir con todo esto es que la defensa a ultranza de una libertad ilimitada de la voluntad individual ha desencadenado una cada vez más progresiva disolución de un marco de legitimación de todo nuestro orden político. El resultado de la pérdida de dicho marco de legitimación y la imposibilidad de sustituirlo por uno nuevo en vista de las condiciones concretas de fragmentación masiva de los valores sociales comunes puede traer como consecuencia una perdida de nuestras instituciones políticas, la disfuncionalidad de nuestro sistema legal, y la pérdida del orden social. Para explicarme con más claridad: el estallido de guerras civiles, la aparición de movimientos minoritarios reaccionarios con poder coactivo, la fragmentación política de la sociedad, intolerancia producida por el temor a la muerte y al caos, etc. En definitiva la posibilidad de perder nuestro orden político republicano, garante de nuestras libertades tanto individuales, como políticas, como sociales. El resultado: un mundo desordenado e impredecible, donde nuestra integridad física y la de los nuestros esté en constante peligro, se termine por aclamar cualquier forma de orden autoritario que reestablezca la paz y la seguridad en detrimento de las libertades que hemos arduamente conquistado.


Mi preocupación es que la actual creencia ciega en la libertad ilimitada de la voluntad individual está generando un estado social en masiva descomposición, que puede al final, con el posible colapso definitivo de nuestra civilización, privarnos por completo de cualquier esperanza de libertad.