lunes, 8 de diciembre de 2008

Sobre la República III

República como sistema político mixto.
En Aristóteles ya se encuentra la noción de gobierno mixto, cuando en su “Política” habla de la politeia como el sistema político que agrupa instituciones de la oligarquía como de la democracia. Pero el autor que va a definir las características del gobierno mixto con mayor precisión va a ser Polibio. Yo defino al gobierno mixto como el sistema político de distribución de los poderes soberanos (auctoritas, potestas et imperium), donde estas se reparten entre instituciones cuya sustancia representa alguno de los sistemas políticos puros. Entendemos entonces que el gobierno mixto es el que está constituido por al menos tres instituciones centrales: una que concentre las ventajas de la monarquía, otra que concentre las ventajas de la aristocracia, y una final que permita disfrutar de las ventajas de la democracia. En suma la república no es ninguna de las tres anteriores, sino una mezcla y distribución de los poderes soberanos entre instituciones cuya sustancia contenga el principio de los mencionados sistemas. Dependerá de la república y de sus leyes el que esta mezcla se de de una o de otras muchas maneras, pudiendo entonces decir que hay repúblicas cuya estructura es más fuerte que en otras. Las repúblicas más fuertes tenderán a equilibrar mejor las fuerzas entre los tres sistemas, haciendo que las ventajas de unos fortalezcan las debilidades de los otros. Para evitar confusiones, entiendo por la fuerza de una república, la estabilidad de sus leyes e instituciones y que estén hechas “de tal manera que puedan perdurar en el tiempo” en palabras de Maquiavelo. Una república con una mezcla desequilibrada tenderá a reproducir la incompetencia y la corrupción. La naturaleza de las posibles mixturas no las puedo discutir aquí, en parte por ser un trabajo amplísimo, en parte porque todavía no tengo las herramientas para hacerlo.

La república entendida como sistema de gobierno mixto no es menos importante que el principio del imperio de la ley. Si bien la ley es el principio creador y organizador, por ende de su naturaleza mixta, es esta naturaleza la que va a permitir el sostenimiento de la ley. Ya mencionamos anteriormente que una monarquía difícilmente puede considerarse una república sin entrar en una evidente contradicción. En el primer sistema el monarca en tanto hombre, es la fuente de la autoridad, ergo la autoridad está sujeta a la arbitrariedad de un hombre. Sencillamente no hay libertad porque no hay imperio de la ley sino el imperio de un sólo hombre. No hay que explicar mucho este punto para entender que es prácticamente evidente.

Sin embargo entre la aristocracia y la democracia se nos dificulta un poco más la tarea de diferenciarlas con la república. Si hablamos de la aristocracia como el gobierno de una minoría virtuosa, y entendemos esta virtud como la capacidad de esta elite para gobernar a favor del bien común, podemos entonces anunciar que en una aristocracia puede existir el principio republicano del imperio de la ley. Sin embargo la aristocracia parte de una diferencia fundamental entre virtuosos y no virtuosos. Claro, la virtud es una condición de la personalidad de algunos hombres, y por ende, si la ley se convierte en la voluntad de algunos hombres que cumplen con unas características personales concretas, entonces todos los que no la cumplan quedan excluidos del poder soberano. Aunque se pueda decir que la aristocracia gobierna en favor del bien común, de incluso aquellos que no son virtuosos, el principio republicano de la igualdad trasciende esta característica theleológica (incluso utilitarista), y exige que la libertad sea determinada por la igualdad, no por el bienestar ni la felicidad. Aunque las leyes de los aristócratas sean buenas leyes, no dejan de ser leyes que privilegien la condición de esa aristocracia como clase política por encima de la condición excluida del poder soberano de los no virtuosos. El principio republicano de la igualdad y la libertad impuesta por el imperio de la ley, no permite concebir como legítimo a un gobierno estrictamente aristocrático. Sencillamente no es un gobierno de ciudadanos libres e iguales, por más que pueda ser el gobierno de ciudadanos felices y cómodos. Además, la aristocracia no tiene los elementos institucionales necesarios para evitar su corrupción hacia la oligarquía, más que la fortuna de que las generaciones subsiguientes de la aristocracia continúen en el camino de la virtud; cosa altamente improbable. En definitiva, no podemos decir que una aristocracia estricta sea un gobierno republicano, por el solo hecho de que la ley es la voluntad de una elite con cualidades concretas con exclusión de todos los demás ciudadanos, y no una ley de todos donde la libertad se consagre a través de la igualdad. Es el gobierno de los sabios, no de las leyes.

Hoy en día se interpreta a la república en íntima conexión con la democracia. Sin embargo podemos trazar algunas diferencias que no son para nada irrelevantes. Primero que nada, l origen etimológico de la palabra democracia ya revela bastante sobre la naturaleza y sustancia de este sistema político. Por demos entenderemos pueblo, independientemente de la manera como este se agrupe y divida, y kratos que se puede traducir por poder. Es decir, el poder en manos del pueblo, es decir, de la sumatoria de todos los ciudadanos reunidos en asamblea. Podría decirse que este principio no entra en contradicción con el imperio de la ley republicana. Incluso podría decirse que lo reforzaría dependiendo del caso. Claro, si el poder está dividido entre todos los ciudadanos por igual, el principio de libertad ya está presente. Claro, que no necesariamente estamos hablando de un poder sometido a las leyes. Y es precisamente lo que Tocqueville siempre sospechó de la democracia. En un sistema donde todos tienen igual poder de decisión en la asamblea, la única fórmula que permita tomar una decisión lo menos ilegítima posible será el dictamen de la mayoría. El peligro surge de la experiencia que se ha tenido de la democracia, especialmente en la antigüedad, donde se termina convirtiendo, de una forma o de otra en la dictadura de la mayoría, y es el problema que Sócrates tuvo y representó para la democracia en Atenas. El filósofo cuestionó las decisiones del demos cuando estas entraban en contradicción con las propias leyes que se habían dado. De esto deriva uno de los principios sustanciales de la naturaleza de la democracia, y es la ley del dictamen de la mayoría. Llevado a su máxima expresión, la dictadura de la mayoría entra en completa contradicción con el principio republicano del imperio de la ley, porque si la dominación de uno o algunos hombres sobre otros es injusta e ilegítima para el republicanismo, también lo es la dominación de las masas sobre las minorías que ni la ley tendrían en su defensa. Es cierto que la igualdad de la democracia puede ser compatible con los principios del republicanismo, pero no es una relación necesaria.

El principio del gobierno mixto de la república es el que permite que las contradicciones de cada uno de estos sistemas no se presente con tanta gravedad, en favor de la durabilidad y estabilidad de las instituciones. En una monarquía las leyes dependerán del capricho del monarca; como en la aristocracia dependerán de la suerte que los descendientes de la aristocracia no se corrompa; y en la democracia los arrebatos pasionales de las masas fácilmente atentan contra la tradición y las instituciones. Por otro lado la monarquía se distingue por la rapidez y firmeza de la ejecución de las políticas públicas, especialmente en momentos de crisis; la aristocracia se distingue por su prudencia en la preservación de las instituciones y tradiciones; mientras que la democracia permite un margen de legitimidad que no se tendría de otra manera, pudiendo así atender a las necesidades de las masas que no son menos importantes. La república es, en ideas de Polibio, el sistema que logra, al mezclar en un equilibrio justo y sabio las tres formas de gobierno, prevenir el ciclo de corrupción de los sistemas y perdurar en el tiempo como el más estable, y por ende, el más deseable.

El principio de división de poderes como es planteado por Montesquieu en “el Espíritu de las Leyes” representa precisamente esto. Es la división de las competencias fundamentales que otorga la soberanía entre tres cuerpos institucionales del Estado nación. El sistema de Montesquieu es precisamente una división de potestas entre el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial. Cada uno de estos órganos con su competencia establecida en la Constitución del Estado (ya sea escrita, ya sea por tradición). Sin embargo este sistema otorga imperium exclusivamente al poder ejecutivo, mientras reserva auctoritas a las ramas legislativa y judicial, pero especialmente a este segundo, que se convierte en el árbitro ultimo de la Constitución, y por ende el órgano de donde emana la mayor autoridad de la nación.